LA CULPA

 

Autor: Fundación País Libre, 1999 

La culpa en la situación de secuestro es una de las reacciones más frecuentes y que más daño produce a quienes la padecen. 

En el caso particular del secuestro, este sentimiento se origina en el auto-otorgamiento de responsabilidades que no se pueden cumplir o que no corresponde asumir, y en el concomitante dolor por no poderlo resolver. Tanto los familiares como el propio secuestrado suelen sentirse abatidos por esta causa. 

En el secuestrado, surge al sentir que por ser el protagonista de la situación es el causante del dolor y las vicisitudes que viven sus familiares. En los familiares, cuando estos suponen que el sufrimiento del secuestrado no es compatible con cualquier gusto o diversión que pudieran tener a su alcance. 

Es así como rechazan las fiestas o agasajos, los paseos y reuniones y, aún más, hasta la comida y el mismo descanso, porque suponen injusto que mientras la persona secuestrada no tiene nada o está atravesando un calvario, ellos puedan disfrutar de las ventajas de estar libres. 

“Pobrecito, si tal vez está pasando hambre y frío; ¿cómo puede ser que yo vaya a comer lo que más me gusta y, además, abrigada y en mi casa? Si lo hiciera, no me lo perdonaría”, decía María Antonia, refiriéndose a su hermano secuestrado. 

Por su parte, Ignacio, una vez terminado su cautiverio de siete meses, manifestaba que uno de sus mayores padecimientos era pensar en el dolor que les estaba ocasionando a sus padres y a su esposa. "No sabía si mis niños, siendo tan pequeños, entenderían algo, pero como no tenía ni idea de cuándo iba a salir, sabía que tarde o temprano mi ausencia los iba a afectar. Qué amargura pensar que queriéndolos tanto, les llegara a ocasionar ese dolor”. 

El sufrimiento que padecen secuestrados y familiares tiene, pues, una estructura paradójica: cada uno sufre por el otro tanto como desearía que no sucediera y, sin embargo, cada uno sabe que algo que aliviaría mucho al otro, sería que uno no sufriera. 

“Si supiera que está bien, todo me sería más fácil”, piensan uno y otros, pero muy rara vez se dan cuenta de que podrían tener, en buena medida, la solución en sus manos. 

La salida de la paradoja reside en admitir que ninguno es responsable del padecimiento del otro. En realidad, los dos son víctimas de un tercero, y la única posibilidad de luchar contra el dolor es combatir el propio. 

Por estar sometidos a la incomunicación absoluta y a la imposibilidad de tener incidencia sobre la otra persona, es necesario descartar la aparente y única salida que sería estar enterado de su bienestar o provocarlo directamente. Pero ya que sabemos que mi tranquilidad le ocasionaría un gran alivio a su dolor, perfectamente puedo hacerme cargo de tratar de pasar de la mejor manera posible, aunque sea concibiéndolo simplemente como un homenaje a esa persona que quiero y asumiendo que si ella lo supiera, ayudaría a mitigar su pena. Esto resulta válido para el secuestrado o para sus familiares. 

Sabemos cómo quienes están privados de la libertad por una u otra razón, vuelan con su imaginación y logran romper cadenas y barrotes que les permiten mantener la cordura y vencer el encierro, aunque éste no se haya modificado realmente, o incluso haya empeorado. Estamos hablando de usar lo que nos queda de libertad. 

Si cada uno supiera que el otro no padece innecesariamente, podría obtener algo más de alivio a su penosa situación. Cuando esta visión se puede asumir, aunque se sufra por la incertidumbre y la indeseable resignación, se puede seguir disfrutando, así sea en forma parcial, de las cosas buenas de la vida. 

Cuánto daría cada uno por saber que del otro lado de la infamia hay un ser amado que está tratando de luchar por mantener viva la vida para él, para mí... 

Que de este lado me encuentre yo haciendo mi parte.

 

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Saturday, 22 de September de 2001